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Toda Grecia odia
los ojos quietos en su nívea tez,
el brillo olivo
de su estrado
y sus manos blancas.
Toda Grecia injuria
su sonrisa demacrada,
odiándola más
abatida y decolorada,
recordando encantos
y males pasados.
Grecia ve, inmóvil,
a la hija de Dios nacida del amor,
la belleza de sus pies frescos,
sus rodillas tan esbeltas,
y sólo podría amar a la doncella
si ésta yaciera
como ceniza blanca
entre cipreses funerarios.
Hilda Doolitle
Traducción de Emmanuel Caballero
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