Chan Marshall se desgarraba la voz, se esforzaba hasta las lágrimas con un piano, una guitarra y una lánguida lámpara amarilla.
En el salón todo retumbaba. Las sillas rechinaban, una botella de cerveza caía al suelo, dos meseros platicaban sobre el futbol en la barra, otra botella caía, una pareja borracha contaba chistes y se carcajeaba, dos niñas en un balcón se tomaban fotos muy coquetas, otra botella al piso, un tipo gritaba sandeces bravuconas junto a un pilar, otra botella, un mesero más cruzaba, estorbando, otra cerveza caía al piso...
A pesar de todo, Chan acabó el show. Terminando con el mito de una Cat Power histérica, lo había dejado todo ahí, frente a un público que había esperado años para verla, sin entender justamente cómo hay que verla.
Cat Power fue magníficamente ella misma, pero nada podía salvarla de la inclemente ignorancia mexicana.
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