El amor provoca dolor, dolor físico, dolor que mata.
Se lo atribuímos a la fragilidad del corazón, a su estúpida ceguera, su incapacidad de preveer el golpe que se acerca.
Pero el amor no es del corazón... al corazón no le incumbe nada, fuera de ser una bomba hidraúlica; es el músculo más particular del cuerpo humano, no tiene más función que esa.
Es el cerebro, ese mismo órgano rector de toda la conciencia y voluntad, el que se equivoca constantemente en cuestiones del amor, aquel que con ventanas eternamente abiertas ve todo fuera de nosotros, escucha las voces, huele la química entre los cuerpos, siente a través de sus mil dedos la tersura de las caricias, o el dolor de los golpes.
Puede hacer todo esto, pero no puede ver el interior del amado, no sabe de sus pensamientos, y cuando lo hace a través de las palabras del otro, decide negarlos o reinterpretarlos al propio sentimiento.
¿Qué desencadena esta táctica de auto destrucción, sino la naturaleza misma, el totalitario instinto de supervivencia?
La desconfianza en el otro es multiplicada por la confianza en nuestras propias deducciones, las cuales, aparentemente, están cada vez más equivocadas como sociedad.
Tal vez si desconfiáramos de las propias verdades, y pusiéramos atención al exterior, a las palabras, a los actos... tal vez si dejáramos de ser nosotros mismos y fuéramos
'nosotros, juntos'.