El día que llegué a Manhattan llovió. La primera lluvia de la temporada. El cielo se tornó naranja y las calles se limpiaban. Una luz intensa flotaba sobre la ciudad.
Mi primera impresión desde al avión, una maraña de ríos arenosos, dibujando cabellos sobre la tierra. El río sonriendo de plata.
Caminamos las primeras cuadras para acercarnos a la vieja fábrica. Chispeaba entonces y cinco minutos después nos refugiamos en un edificio, subiendo a la azotea para apreciar el Río Este. El elevador es viejo, de puerta corrediza. Pronto descubriría que casi todos los elevadores en Nueva York son parecidos, puertas pesadas, el olor a mojado de las alfombras.
La lluvia cedió rapidamente, abriendo el cielo en colores. Caminamos debajo de los andamios, deteniéndonos en el parque central del complejo habitacional, la fuente seguía su ciclo como un cielo miniatura.
La tarde dorada era el inicio perfecto para una semana de largas caminatas, hermosos paisajes, gran compañia y el dulce sabor de la vida libre, del pasado que se deja atrás, en tormentas que se caen, se derrumban y todo se respira tan fresco.